Columna En Concreto
Miguel Montes García, in memoriam
Joel Hernández Santiago
Era un hombre implacable en el sentido de justo. Un abogado que conocía bien las leyes para procurar y administrar justicia. Como político fue un hombre convencido de la democracia y de la capacidad de los hombres para decidir y exigir en ley. Como amigo es insustituible. Don Miguel Montes García falleció el 11 de septiembre pasado, en su tierra: Guanajuato.
Y digo su tierra porque así lo decidió él. Aunque nació en Degollado Jalisco, el 25 de septiembre de 1937. Muy niño fue llevado a vivir a Guanajuato en donde haría, vida, obra, familia, amigos, y morada. Vivió en León, pero durante muchos años tuvo su despacho de abogado en el 18 de Cantarranas de la capital del estado.
Egresó de la Universidad de Guanajuato como abogado. Fue funcionario público desde joven, en la entidad; ya como procurador de la Defensa del Trabajo, presidente de la Junta Central de Conciliación y Arbitraje, director de Educación Pública y Secretario General de Gobierno, diputado federal y luego a instancias del entonces presidente de la Gran Comisión del Senado de la República, su oficial mayor; y enseguida Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y tanto más.
Era un hombre derecho a carta cabal. Y eso no sólo lo hacía un hombre que parecía de mal carácter, que lo era cuando se lo proponía o cuando lo empujaban a las respuestas duras. Sabía hacer y decir las cosas con todos los puntos sobre las ‘ies’.
Muchas veces esta aparente intransigencia le causó problemas con otros personajes de la política o la administración pública. Tuvo enemigos públicos y adversarios políticos feroces. Supo moverse en esas aguas, aunque lo lamentaba como ser humano, pero sabía que sus responsabilidades se lo exigían. Su regla era la de enderezar lo chueco para caminar derecho.
La corrupción era su enemiga y él nunca, jamás, tocó recursos que no provenían de sus honorarios como abogado o su sueldo como funcionario público o legislador. Sin hacer ostentación, se enorgullecía de ello. ‘No tengo cola que me pisen’, decía. Lo mismo exigía a sus colaboradores. “Y el que no le guste, a la chingada”, decía a su modo ranchero.
Porque él en ningún momento dejó de ser ese ranchero que le gustaba ser, tanto en la vida familiar como en la comida y en el gusto por la música. Era un melómano consumado para el que la disciplina de trabajo era indispensable como también un buen plato de menudo, unos cuantos tequilas y canciones rancheras que se sabía ‘de pe, a pa’.
Se sentía orgulloso de su familia a la que había construido en base al estudio, a la disciplina y al trabajo. Quería a cada uno de sus hijos como si cada uno fuera el único o la única.
Fue militante priista toda su vida. Los que éramos –y somos- sus amigos sin partido le recriminábamos esa vocación y fidelidad. El respondía que se encontraba en un espacio en el que, contra viento, marea, malos modos o contradicciones, podía cabalgar sin mácula. Esto porque estaba convencido de su propia dignidad y porque –decía- el respeto se consigue por las obras, no por los chanchullos.
Lo conocí en 1985 y desde el principio fuimos amigos. Y lo somos. De esos amigos en los que, sin ninguna duda, se puede confiar, con los que uno quiere estar porque hay ese don de la fraternidad.
Apasionado de la historia y de la política –junto con don Carlos Ferreyra Carrasco- y arropados por el estímulo de don Antonio Riva Palacio, me permitió llevar a cabo un enorme proyecto editorial en el Senado: “Planes en la Nación Mexicana” fue una obra de casa en 11 tomos, apoyada por El Colegio de México. “El Senado Mexicano”; “La Restauración del Senado”; “Pliegos de la diplomacia insurgente”; “El recinto del Senado…”; “Los senadores”… Y tantos más. Su orgullo.
Luego fue de nuevo Diputado Federal y en seguida Procurador del DF. Siguió ser Ministro de la Corte, en donde se encontraba en su modo y en su ambiente: el de las leyes.
En el pináculo de su carrera profesional ocurrió la muerte del candidato priista Luis Donaldo Colosio. Por el enorme respeto que éste sentía por don Miguel como abogado y hombre de ley, su esposa, Diana Laura Riojas pidió que don Miguel se encargara de conducir la investigación del homicidio.
Don Migue no quería aceptar. Le insistieron para hacerlo. Al final accedió y ese fue un gran error. Trabajó apoyado en un grupo de investigadores del homicidio, analistas políticos y especialistas de distintas disciplinas. Trajo incluso a especialistas y peritos de fuera del país: lo mejor.
Los primeros indicios daban como resultado un primer escenario. La sociedad le exigía momento a momento que dijera qué era lo que había pasado y quién lo había hecho. Apresurado por esta presión dio a conocer un primer avance. Luego, al seguir investigando se llegó a otra conclusión. Tuvo que salir a corregir el primer avance y argumentar lo nuevo que consiguió con su equipo.
A la sociedad, urgida de culpables inmediatos e identificables no le satisfizo el nuevo escenario. Y sacrificaron a don Miguel. Lo que si es cierto es que lo que concluyó al término de su gestión fue lo que sin dudas, y en verdad, concluyeron. Ni más ni menos.
De ahí en adelante lo que quedó fue el regreso a su tierra, a su refugio, a su lugar de origen, al despacho como abogado, a la cátedra y a sentirse entristecido por la incomprensión. Aun hoy algunos le señalan y le reprochan. ¿Quién tiene la razón?
Pero sobre todo se fue ya el gran amigo. Uno de los mejores que se pueden tener en la vida. Fuerte. Duro. Pero nunca injusto. Nunca agravios. Si mucho afecto y la necesidad de seguir las andanzas de entonces, porque es precisamente en estos momentos en los que uno más valora la enorme necesidad de un amigo así. El gran amigo. El enorme amigo.
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