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Columna En Concreto

SALA DE ESPERA

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CARNITAS ANTIPATRIÓTICAS

Gerardo Galarza

El sábado pasado, como miles de mexicanos, el escribidor se deleitó con unos tacos de carnitas, con dos cervezas. Y ¿eso qué?, preguntará usted con razón.

    Pues que luego de engullirlos el escribidor tuvo un sentimiento de culpa por haberle fallado al país, aunque no pudo dilucidar qué fue más grave: ¿haber celebrado la caída de Tenochtitlan o agasajar a su paladar colonizado por el neoliberalismo?, según dos de los ideólogos del actual gobierno, una senadora de la República (Jesusa Rodríguez) y el subsecretario de Autosuficiencia Alimentaria (Víctor Suárez Carrera).

    Y no, no pudo decidir cuál fue su mayor falta: ¿los españoles conquistadores que trajeron los cerdos eran neoliberales? Pos’como que no, más bien eran monárquicos; bueno, pero entonces de ahí se puede deducir que eran conservadores, aunque no tenían pinta de fifís. O ¿su paladar está colonizado por las exquisiteces  pequeño burguesas del neoliberalismo? Pos’ otra vez no, porque los cerdos y el maíz (originalmente domesticado por los incas) ya existían antes del neoliberalismo.

    Entonces, ¿el origen de la culpa fue la cerveza? El escribidor recordó que en los tiempos de Luis Echeverría las bebidas con más alta graduación alcohólica en Palacio Nacional eran las aguas de horchata, chía y limón, aunque éste es originario de Asia y los antiguos griegos y romanos ni lo conocían; la de horchata proviene de España a donde llegó a través de los moros y su ingrediente principal, el arroz, es asiático; y bueno la chía sí cumple con el requisito de ser de origen mesoamericano.

    La cerveza ya existía por ahí el siglo IV antes de Cristo y se la bebían, debe suponerse que con igual placer que hoy, los elamitas, egipcios y sumerios, aunque –¡claro!—llegó a estas tierras a través de los colonizadores.

    Peor aún, el escribidor se dio cuenta que a lo largo de su vida ha sido un mal mexicano, que ha traicionado a la gran Tenochtitlan, y que su paladar está colonizado.

    La culpa lo hizo recordar que, sólo gracias a su actividad reporteril, ha comido canapés de caviar en San Petersburgo; papas fritas de carrito abajo del Puente de la Torre en Londres; paella y fabada en Madrid, churrasco y choripán en Buenos Aires; moros y cristianos en La Habana; sopa georgiana en Moscú; ceviches en Cusco, o lo que se deseé en Bruselas, de la cual se dice que ahí están todos los mejores segundos restaurantes del mundo de cualquier especialidad. Y decenas más.

Pero, en aras de una redención nacionalista, el escribidor también a comido sopa de lima en Mérida;  tlayudas en Oaxaca; enchiladas mineras en Guanajuato;  “vacas”, “gorditas” (de maíz, de queso o de migajas) y patas de cerdo en vinagre en Apaseo el Grande, su pueblo, o quesadillas de chicharrón prensado en La Marquesa, carne asada en Monterrey, discada en Chihuahua o mariscos en Culiacán, churipos en Morelia, coyotas en Hermosillo, pozole, chicharrón en salsa verde y mil más, pero puesto a pensar (es un decir), éstos también significan, por sus ingredientes, una celebración del colonialismo.

Así que no siga el mal ejemplo “patriótico” del escribidor y sin ninguna culpa coma lo que pueda en donde quiera. El paladar no sabe de “ideologías” ni de “colonizaciones”; son tonterías, en buenas palabras. No eche a perder su gusto. Es en serio.

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