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Manzo y el contrato roto del Estado mexicano

Por Karim Oviedo, Presidente de AMPI México

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Manzo y el contrato roto del Estado mexicano

El asesinato de Carlos Alberto Manzo Rodríguez, presidente municipal de Uruapan, no es solo la tragedia de una familia ni de una ciudad. Es, sobre todo, la prueba brutal de que el Estado mexicano sigue sin cumplir su razón de ser más elemental: garantizar la vida y la seguridad de quienes habitan su territorio.

Manzo fue asesinado a tiros en pleno centro de Uruapan, durante las celebraciones del Día de Muertos, frente a una plaza llena de familias, niños, música y veladoras. Había sido amenazado por el crimen organizado, había pedido protección y se había convertido en una voz incómoda contra los cárteles y la corrupción local. Aun así, cayó abatido en el espacio público por excelencia: la plaza, el corazón simbólico de la vida comunitaria.

El mensaje que envía ese crimen es devastador: si un alcalde que denunció, que exigió apoyo y que contaba, según el propio gobierno federal, con esquemas de protección, puede ser asesinado así, ¿qué puede esperar cualquier ciudadano común?

Un Estado que presume cifras, pero no garantiza vidas

Las autoridades federales y estatales insisten en que la violencia “va a la baja”. El gobierno de México ha destacado una reducción de alrededor de 32 % en el promedio diario de homicidios dolosos entre septiembre de 2024 y septiembre de 2025, pasando de casi 87 a alrededor de 59 víctimas por día, según datos preliminares del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).

Sin embargo, México cerró 2024 con 30,057 homicidios dolosos, un incremento de 1.2 % respecto a 2023, de acuerdo con el propio SESNSP. Es decir: podemos tener ligeras mejoras en la tendencia, pero seguimos hablando de un país donde, en promedio, decenas de personas son asesinadas diariamente.

INEGI, por su parte, reportó para el primer semestre de 2024 una tasa preliminar de 11.7 homicidios por cada 100 mil habitantes, apenas por debajo de los 12.4 registrados en el mismo periodo de 2023. No es el retrato de una crisis superada, sino de una violencia que se “administra”, pero no se desmantela.

Michoacán ha sido presentado por sus autoridades como un ejemplo de reducción en homicidio doloso, con discursos oficiales que hablan de disminuciones superiores al 50 % e incluso del 60 % en ciertos periodos. Sin embargo, la federación registró 1,490 homicidios en el estado durante 2024, colocándolo en el noveno lugar nacional en número de asesinatos. Menos que antes, quizá, pero todavía inaceptablemente alto.

La muerte de Manzo en Uruapan deja en evidencia esa contradicción: mientras el discurso celebra descensos porcentuales, la realidad muestra alcaldes asesinados, periodistas silenciados y ciudadanos que siguen viviendo bajo la sombra del miedo.

El asesinato de un alcalde no es “un caso más”.

Carlos Manzo no era un actor menor. Era un presidente municipal que llegó por la vía independiente, con un mandato muy amplio en las urnas, y que se ganó el apodo de “el Bukele mexicano” por su discurso duro contra el crimen y la corrupción. Había denunciado la presencia del crimen organizado, el control de sectores económicos estratégicos como el aguacate y la colusión de autoridades.

Cuando un alcalde es asesinado así, no solo muere una persona: se manda un mensaje de disciplinamiento al resto de los gobiernos locales. El cálculo que muchos pueden hacer es sencillo y perverso: quien se enfrenta al crimen organizado, quien denuncia, quien rompe pactos de silencio, aumenta el riesgo de ser el siguiente.

Eso erosiona el corazón mismo de la democracia municipal. ¿Qué tipo de gobernanza es posible cuando el costo esperado de enfrentar a los criminales es la muerte? ¿Qué clase de Estado-nación tenemos cuando los municipios, la célula básica de la organización territorial, se convierten en zonas de alto riesgo para quienes se atreven a gobernar con autonomía?

La razón de ser del Estado está en juego

Max Weber definió al Estado moderno como la organización que reclama con éxito el monopolio legítimo de la violencia sobre un territorio. En México, ese monopolio está, en el mejor de los casos, fragmentado; en el peor, disputado y capturado.

Un Estado que no puede garantizar la vida de un presidente municipal que ha pedido ayuda, que ha recibido amenazas, que está en un acto público previsible, es un Estado que no está cumpliendo su función mínima. No hablamos ya de bienestar, de desarrollo, de prosperidad: hablamos de lo más básico, la protección de la vida.

Los Estados nación surgieron precisamente para eso: para ofrecer seguridad frente a la violencia privada, las bandas armadas, los señores de la guerra. El pacto social se sostiene sobre una promesa: los ciudadanos renuncian a ejercer la fuerza por su cuenta y, a cambio, el Estado les garantiza protección. Cuando esa promesa se rompe, la legitimidad se resquebraja.

El caso Manzo es un recordatorio doloroso de que, en amplias regiones de México, el contrato está roto.

De la indignación a las obligaciones del Estado

No basta con “condenar” el asesinato ni con prometer que “no habrá impunidad”. Las condenas públicas se han vuelto una rutina, casi un protocolo burocrático después de cada tragedia. La ciudadanía ya no necesita más comunicados: necesita cambios verificables.
Un enfoque serio, a la altura de lo que significa el asesinato de un alcalde en funciones, debería implicar al menos cinco líneas de acción concretas:

  1. Protocolo nacional vinculante de protección a alcaldes y autoridades locales
    Un esquema homogéneo, público y auditable de evaluación de riesgo, protección y reacción inmediata, no negociado caso por caso ni sujeto al humor político del momento. Que incluya coordinación real entre Guardia Nacional, policías estatales y municipales, y que se mida con indicadores claros (intentos de atentado frustrados, tiempos de reacción, reducción de agresiones a autoridades, etc.).
  2. Fortalecimiento profesional, no faccioso, de las policías municipales
    Uruapan y otros municipios de alto riesgo no pueden seguir dependiendo de corporaciones débiles, mal pagadas o infiltradas. Se requiere una política nacional de profesionalización, certificación y depuración, con apoyo financiero y técnico federal, pero respetando la autonomía local. Seguridad sin policías locales sólidas es una contradicción en términos.
  3. Inteligencia financiera y criminal sobre economías capturadas
    El caso Uruapan está cruzado por el control criminal de sectores legales, como el aguacate y la tala, que se han convertido en fuente de poder para los cárteles. La respuesta no puede limitarse al patrullaje: se necesitan unidades de inteligencia que sigan dinero, rutas, contratos, exportaciones, y que desmantelen las redes económico-criminales detrás de los asesinatos.
  4. Transparencia radical después de cada atentado contra autoridades
    Cada vez que un alcalde, regidor, jefe de policía o periodista es atacado, el Estado debería estar obligado a presentar, en plazos breves, informes públicos sobre contexto, avances de investigación y responsabilidades. El secreto permanente solo alimenta la sospecha de colusión e impunidad.
  5. Reconstrucción del contrato con la ciudadanía
    La seguridad no se decreta desde un podio; se construye con comunidades que puedan denunciar sin miedo, con ministerios públicos que investiguen en serio y con jueces que no doblen las manos. El Estado debe dejar de tratar a la sociedad como audiencia de estadísticas y empezar a tratarla como socia en una estrategia integral contra la violencia.
    Manzo no puede ser “una cifra más”
    Carlos Manzo se había definido por enfrentarse a la violencia, no por administrarla. Su asesinato no puede ser otro expediente que se acumule en las cifras oficiales, ni otro caso que se diluya en el discurso de que “vamos mejor” porque hay una ligera baja en la tasa de homicidios.
    Si el Estado mexicano toma en serio su propia razón de ser, el caso Manzo tendría que marcar un parteaguas: o se asume el costo político y operativo de reconstruir el monopolio legítimo de la fuerza, empezando por proteger la vida de quienes gobiernan y de quienes los eligen, o se acepta, de una vez por todas, que el contrato social está hecho pedazos.
    La plaza donde mataron a un presidente municipal en pleno Día de Muertos no es solo la escena de un crimen. Es el espejo donde se refleja el Estado que hoy tenemos… y el Estado que todavía estamos a tiempo de construir

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