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EL NUEVO MESÍAS | SALA DE ESPERA
Dentro de un año, los mexicanos ya conocerán el nombre de su nuevo presidente de la República, pero también la conformación del Congreso de la Unión (cámaras de Diputados y Senadores). Es cierto, todavía son minoría aquellos que creen en la división de poderes y en la responsabilidad y efectividad de cada uno de ellos.
En otras palabras, a la mayoría de los mexicanos les urge saber hoy quién será el candidato del partido del Gobierno y quién o quiénes de los partido opositores. Entre esos nombres estará el del nuevo dios todopoderoso, según la creencia nacional.
Establezcamos hechos: el partido del gobierno tiene sus “corcholatas”, de las surgirá de la decisión presidencial en nombre del “ungido”.
Las que se suponen reales oposiciones al régimen navegan perdidas, desde hace al menos cuatro años, sin significar casi nada para los electores. Sin plan, programa ni candidatos.
Los probables votantes son los de siempre cada seis años: aquellos esperanzados en un nuevo Mesías, un Tlatoani, cacique, jefe máximo, líder nato, mandamás único, jefe de la Revolución, señor presidente de la República, el que ahora sí con su varita mágica hará desaparecer problemas y aparecer soluciones, porque -creen- es lo que se necesita.
Los creadores del PRI, y sus antecesores, lo supieron de siempre, y por ello idearon un partido corporativo y populista, mayoritario dividido en los sectores que se necesitaran -similar al partido de Adolfo Hitler, según la tesis doctoral de Luis Javier Garrido, en la Sorbona francesa- para mantener el poder.
El viejo y rancio PRI, cuyas creencias y prácticas están hoy en Morena, fue el sustento “popular” del sistema presidencialista, en el que nada ni siquiera una manecilla del reloj y mucho menos la hoja de un árbol, se mueven sin la voluntad del señor presidente de la República.
Bajo esa fe política: el nuevo señor presidente resolverá todos los problemas del país, los colectivos y los individuales, en los siguientes seis años a partir de octubre del 2024, como creyeron que ocurriría cada seis años desde que la revolución se institucionalizó.
Los políticos lo saben. Por eso las técnicas propagandísticas recomendadas les funcionan, además de sus estructuras clientelares. No hablemos de hoy. Hace once años Enrique Peña Nieto ganó muchos votos por guapo, porque tenía cara de buena gente, porque muchas mujeres lo querían en su colchón, según coreaban en sus mítines, y hace seis años López Obrador porque prometió lo que nunca iba a cumplir, pero le creyeron.
Hoy a un año de la elección presidencial, el futuro no es halagador, gane el candidato del oficialismo o de la oposición. Presuntos candidatos, partidos y ciudadanos siguen creyendo, impulsando y apoyando a una figura todopoderosa, milagrosa… mientras es candidato.
Los votantes no han aprendido del desastre que ha provocado el presidencialismo, pese a que en tiempos recientes la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha demostrado los beneficios de la autonomía de los poderes de la Unión, y lo mismo la actuación (involuntaria) de un Poder Legislativo sin mayoría para reformar impunemente la Constitución.
Esos mexicanos esperan la elección de junio del 2024 para optar nuevamente por un ser todopoderoso, milagroso, mago, redentor, salvador, sin pensar si quiera -tampoco los partidos, ni sus dirigentes- en que ese mismo día hay elecciones para renovar al Congreso de Unión, el otro contrapeso constitucional.
¿Hay algún ciudadano que hoy esté preocupado por qué candidato a diputado federal o senador votará entonces? Ellos pueden ser el freno democrático a las arbitrariedades de la dictadura casi perfecta del presidencialismo.