OPINIÓN
Paisaje después de la batalla
Es un parafraseo de la obra que publicó el catalán-marroquí Juan Goytisolo en 1982. “Paisajes después de la batalla”, la obra emblemática del escritor que tanto amó a México, y en la que intenta que el lector comprenda lo retrógrados que son los tópicos y los valores que conforman nuestra sociedad actual. Su tesis aún es vigente: La lucha interna del individuo frente a las variantes social y política, tan caóticas como impredecibles.
Ese paisaje después de la lucha, lo mismo puede ser el de la exaltación del triunfo o la tristeza del fracaso; además del estado de salud que guardará el cuerpo social cuando haya ocurrido la fecha acordada. ¿Perdedor? ¿Triunfante?
Esto viene al caso porque el 6 de junio fueron las elecciones “más grandes de la historia de México” se dice. Aunque, cada una, en su momento lo ha sido desde que tenemos por regla acudir a las urnas para aportar nuestro mayor capital político como ciudadanos: nuestro voto.
Algunas veces en el pasado, aquí se votó con la desazón de que aun así ganaría ‘el de siempre’, lo que de antemano generaba desencanto y falta de confianza en el proceso electoral y sus resultados. La ganancia de poder era para unos cuantos.
Más tarde ya se consiguió la posibilidad de influir para conseguir que el triunfador fuera el que decida la mayoría, como establece la regla democrática.
Esto ha ocurrido en sexenios recientes y en mucho se le debe a la creación del Instituto Nacional Electoral (INE) que hoy, ninguneado y todo, con aciertos –muchos- y errores, ha sido factor muy importante para confiar en los resultados electorales.
Pero aún falta. Nuestra democracia, que creímos que caminaba hacia su consolidación y que viejos vicios y purulencias se le quitarían con el paso del tiempo, abrió las puertas a la certidumbre social de la participación electoral para determinar triunfos o fracasos. Esto es: que en lo que respecta a la sociedad en años recientes ha cumplido: se acude a las urnas para que desde ahí decida al gobierno y a las representaciones. Y está bien.
Pero en estas elecciones dimos pasos atrás en esa aspiración democrática:
Por un lado está la clase política de hoy. A lo largo de los meses recientes y para esta elección del 6 de junio, vimos cómo muchos de los actores políticos mostraban sus fauces desde el poder y una de las variantes más deleznables que hubiéramos imaginado: una enorme incapacidad e irrelevancia de muchos de los candidatos, lo que sólo se puede entender como traición de los partidos políticos.
Estos partidos políticos mexicanos han optado por la búsqueda del poder y no por el beneficio social; por el triunfo electoral y no por el triunfo de sus ideas; no por la aspiración de un país ni el beneficio de sus electores: Es el poder por el poder mismo: hedonismo absoluto.
Durante meses vimos cómo la mayoría de los candidatos o se reelegían para cometer los mismos errores o quienes exaltaban su imagen y sus virtudes personales, las contrastaban con las de los adversarios y descalificaban a diestra y siniestra lo que se les pusiera en el camino. Muchos cayeron en lo insulso, en lo grotesco y hasta en el ridículo.
En la mayoría de los casos no hubo compromisos esenciales; reivindicaciones formales, inteligentes, firmes y cuyo contenido pudiera contrastarse entre realidad y asignaturas, de unos y otros; tampoco hubo propuestas originales en base a aspiraciones de la sociedad.
La enorme cantidad de candidatos sólo se escuchó entre ellos: No a la sociedad que habría de votar. La sociedad fue excluida, impedida para desgranar ideas, acaso sí, fue objeto del deseo electoral.
La lucha fue cruenta de palabra y obra. En torno al proceso electoral hubo 37 candidatos muertos. Decenas de atentados. Desapariciones. Amenazas. Intimidaciones. Y mucho temor.
Es el resultado de la polarización inducida. De los intereses políticos regionales y locales. Y de fuerzas superiores a las del Estado para decidir quién sí o quien no habrá de ocupar los puestos de gobierno, para beneficios de estas fuerzas obscuras. Dramática realidad, también inducida.
Después del 6 de junio la duda queda en el aire: si quien ganó obtuvo el triunfo por sus propias virtudes o por el impulso insano de quienes les habrán de cobrar las facturas cuando estén en el gobierno. Unas facturas que a final de cuentas pagará la sociedad entera.
O bien, si quien ganó fue por sus méritos políticos, por sus ideas y compromisos o si la imposición de muchos se debe al interés superior de mantener el poder político y el gobierno.
Los partidos políticos mexicanos desaparecieron. Quedó sólo su membrete. Dieron paso a nombres y a hechos y deshechos de esos hombres. El ideal, la doctrina, el proyecto de gobierno y de nación fue vendido al mejor postor. Muchos de los compradores nada tienen que ver con tal o cual instituto político, acaso el alquiler del ‘logo’ para participar y no quedarse en el camino.
Una preocupación ronda en la cabeza de los mexicanos: tirios o troyanos: El grado de enfermedad en la que queda la democracia mexicana –aun insipiente como lo es-. Y la manera cómo se transformarán las cosas en los meses siguientes después de la elección, toda vez que este proceso electoral ha sido además de extraño, descompuesto, envenenado y cargado de vicios.
Y aquí la parte de irresponsabilidad social: Dejar hacer y dejar pasar es hacerse harakiri colectivo. Es degradarse y caer en el limbo de la democracia. Todo esto tiene que cambiar. Urge. De otra manera pronto el país estará devastado en lo político, como también en la pérdida de libertades y derechos. La responsabilidad será de los políticos ambiciosos de poder y dinero. Pero también nuestra, porque lo habremos permitido como sociedad, por acción u omisión: y ese sería, al final de cuentas, el paisaje después de la batalla