OPINIÓN
CONTRA EL MAL GOBIERNO | SALA DE ESPERA
La negociación de la jerarquía católica del estado de Guerrero con líderes de grupos criminales de la región para intentar lograr una tregua en sus hostilidades y la pacificación de la zona, y el bloqueo de las principales carreteras y autopistas del país por transportistas organizados contra la extorsión, asaltos y homicidios que sufren en sus rutas, son pruebas fehacientes del desastre y el fracaso del Estado mexicano.
Como se sabe, casi hasta la saciedad, el Estado fue creado para, a través de gobierno, dar seguridad, proteger, en lo individual y en lo colectivo a los miembros de una sociedad o país en un territorio específico. El que los ciudadanos sean quienes asuman medidas para lograr la seguridad de la sociedad es una fracaso del Estado, representado por el gobierno.
La desvergüenza del máximo representante del gobierno, el presidente de la República, para ponderar la participación de obispos guerrerenses en la labor esencial del Estado, y su desdén y crítica a los transportistas que ejercieron el derecho de expresión a través de una protesta, es el complemento de la exhibición de esa ruina social.
A fuerza de realismo habría que decir que en el caso de Guerrero es probable que los obispos hayan violentado el régimen legal al intentar negociar un pacto entre y con evidentes delincuentes para evitar la violencia, en aras de la seguridad de, en este caso, sus fieles también ciudadanos.
Ante la inactividad, la ineficiencia, la ineficacia y probable y evidenciada complicidad de las autoridades municipales, estatales y federales con el crimen organizado, la actividad de particulares, en este caso de dirigentes de la Iglesia católica, resulta un intento desesperado para encontrar la paz o cierta paz social.
Sin embargo, no es la primera vez que la jerarquía o miembros de la Iglesia católica actúan en la vida social de lo que hoy es este país: la defensa de los derechos de los indígenas por curas durante la conquista y el virreinato y su liderazgo y participación en la independencia nacional, por ejemplo.
En los años los últimos treinta años del siglo pasado estuvieron en las luchas contra la desigualdad, en favor de los derechos humanos y políticos y por la apertura democrática. En esas tres décadas también hubo ministros católicos que apoyaron y justificaron al régimen priista. Uno y otros estuvieron en las planas de los periódicos y los noticieros de la radio y televisión, en los niveles nacional, estatales y regionales, en los tiempos en los que su Iglesia como institución no tenía reconocimiento jurídico y sus ministros no tenían derechos políticos.
En lo que va del presente siglo, prácticamente es la primera vez que obispos católicos -debieron tener autorización de sus superiores mexicanos como del Vaticano para negociar con presuntos miembros del crimen organizado- son personajes noticiosos por su actividad, digamos, civil, social, más allá de sus celebración del rito.
Algo, como a los transportistas, los obligó: la inexistencia del Estado de derecho, producto del abandono del gobierno en su obligación de garantizar la seguridad individual y colectiva de los ciudadanos.
La inseguridad y la impunidad no sólo los únicos fracasos del gobierno de López Obrador. La lista es larga y conocida: salud, educación, infraestructura, corrupción, retroceso político, económico y social…
Por eso, marchas como las del domingo pasado tienen tanto éxito: son un reflejo del hartazgo causado por un mal gobierno.
Pero, ninguno de los tres hechos es suficiente para conseguir lo exigido. Es necesario que la mayoría de los ciudadanos se involucre en esa lucha.